Por un lado, estoy con Mark Manson (autor del libro “El sutil arte de que casi todo te importe una m**rda”) en que se ha dado una trivialización excesiva del término trauma hasta llegar a asimilarlo a la más ínfima molestia. Pero por otro, también me parece cierto el que algunas heridas de la infancia, a veces aparentemente leves, pueden ser constitutivas de patrones postraumáticos que nos marcan el carácter durante décadas, si no de por vida.
Todo depende de qué entendamos por trauma.
Después de leer a Mark Epstein (curiosamente otro Mark, pero en este caso autor de “El trauma de la vida cotidiana”) creo que me quedo con que el trauma deriva de la incapacidad para sostener el conflicto que genera una potente emoción negativa, seamos o no conscientes de ello.
Sostener la emoción requiere de una autoestima y una capacidad de frustración que no está en nuestras manos durante los primeros años de vida. Y eso es lo que hace que herida infantil y trauma vayan muchas veces tan aparejados, lo que a su vez también justifica la íntima relación entre trauma y patrón inconsciente.
Según Epstein, ello se debe a que esas heridas primigenias (emociones que no se han podido vivenciar ni sostener) quedan introyectadas directamente en el inconsciente, en la memoria implícita, esa que atañe tanto a temas motores como a temas relacionales, lo que las hace difícilmente olvidables o superables. Es decir, de la misma manera que no olvidamos el montar en bicicleta, una vez lo hemos aprendido, no olvidamos el disociarnos inmediatamente del trauma frente a cualquier vínculo, relación o conflicto que nos lo recuerde, una vez nos lo “gravaron al fuego” de pequeñit@s.
Y en este punto llega la paradoja. Si bien frente a los coletazos postraumáticos nos disociamos de la emoción para negar, para no sentir lo que no pudimos sufrir (sostener) una de las principales vías de recuperación junto a la de la terapia es la de la desconexión puntual que nos facilita la meditación.
Sí, estoy con Epstein, la meditación como experiencia de higiene mental habilita un espacio para sentir sin tapujos aquello que quedó atrancado en nuestro corazón. En este sentido, la meditación se instituye en una especie de psicoanálisis autoadministrado, que actúa como un “sacacorchos” de potente tracción. Una vez rescatada la emoción postraumática de esa memoria implícita, el trabajo terapéutico no sólo es posible, sino mucho más efectivo.
En resumen, siguiendo este hilo, podríamos llegar a decir que la práctica meditativa bien llevada puede ser un maravilloso “remedio homeopático”, quizás no tan directo e incisivo como la terapia psicológica, pero sí por lo menos ideal como tratamiento coadyuvante frente al trauma menos consciente.
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