El enfado
El enfado siempre acaba siendo con uno mismo, aunque cueste admitirlo. Basta recordar el dicho: “Lo que aceptas te transforma, lo que niegas te trastorna.”
Al hilo de Franz Jalics (Ver post Escuchar para ser) me gustaría esta vez insistir en cómo gestionar un enfado con un ejemplo cotidiano.
Imagina que alguien te dice: “No estoy para nada de acuerdo contigo. Creo que tú lo complicas todo y siempre quieres tener razón. Todo el mundo sabe que es así, aunque no te lo diga por miedo a tener que discutir infinitamente contigo. Yo ya estoy muy desesperado, la verdad.”
En base a ello se me ocurren cinco posibles respuestas (aunque podría haber muchas más) Te sugiero que antes de acabar de leer este artículo escojas la que mejor encaja con tu talante.
- No estás entendiendo lo que te quería decir. Por favor, deja de malinterpretar mis palabras.
- Esa es tu opinión. Yo la respeto, pero debes reconocer que no tienes razón para ponerte así.
- Te entiendo perfectamente. Tienes parte de razón. Sé que debemos cambiar y que tengo que apoyarte más en todo.
- Bueno ¿Por qué no intentamos tranquilizarnos, pasar página y empezar de nuevo con más cuidado?
- Ya veo. Estás muy molesto por lo que te he dicho, y te has enfadado conmigo.
¿Ya escogiste?
Bien, veamos el resultado previsible a cada respuesta. Si tu opción fue la uno estamos lejos de la concordia. Hay mucho juicio en tu reacción y el debate será previsiblemente sobre lo que es justo o injusto, y ahí el riesgo de subjetividad acelerará los ánimos.
Si tu opción fue la dos, estamos cerca de la primera. Parece algo más “juiciosa” pero nuevamente interpreta sesgadamente quién lleva la razón y quién no.
Si fue la tres, contrariamente nos encontramos con una actitud un tanto “salvadora”. El miedo a la disensión y el conflicto nos lleva a “no querer discutir” y tapar el tema con una escurridiza conciliación que no afronta seriamente el tema. El recelo y el resentimiento por ambas partes van a acechar peligrosamente.
Si fue la cuatro, peor aún. No hay más ciego que el que no quiere ver. Y aquí la aversión a abrir el tema resulta tan evidente que puede enfurecer a nuestro interlocutor, lo muestre o lo calle. Si lo calla, puede fácilmente desembocar en una implosión de silencio pasivo agresivo.
La cinco por fin sería la que mejor responde a una mirada fenomenológica. Y es que sentirse visto (empáticamente escuchado) resulta esencial para acotar la curva de la hostilidad y poder entrar luego, tras todo el “vómito emocional” a hablar y enjuagar el conflicto.
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Foto de Debashis RC Biswas en Unsplash
Muy interesante esta propuesta.
Para empezar, no me había dado cuenta, y tienes razón, mi enfado creo que siempre viene dado por no dar una respuesta serena ante unos hechos, palabras…
Luego el caso que planteas, por las cinco respuestas que propones presumo que el que está enfadado es el otro, y supongo que se le nota por algo que no sean sus palabras, porque a mí lo segundo que me sale es preguntarle ¿te has enfadado?
Digo que aquello es lo segundo porque mi primera reacción al leer que te has referido a ello como “un ejemplo cotidiano” ha sido darme cuenta de que si alguien me dice algo así, me quedaría ojiplática y le diría: ¡Pero tú…esta manera de hablar…como mínimo has hecho Gestalt!.
Luego hay una tercera respuesta que me saldría con facilidad, y con malos resultados me temo: “Bueno no es que quiera tener razón…”
Saliendo de este ejemplo de la vida cotidiana (ejem), interpreto, por el contexto, que el enfado viene de una discrepancia en algo importante para ambos, ¿a cuál de las cinco se parecería más mi respuesta? Ninguna me encaja.
La primera respuesta: la utilizaría si de las palabras del otro viera que no ha entendido lo que he dicho, pero del ejemplo cotidiano no se desprende que haya interpretado mal nada.
La segunda respuesta: la primera frase (esa es tu opinión) podría utilizarla, pero la segunda parte me causa rechazo. ¡Qué voy a decirle yo al otro que reconozca que no tiene razón para ponerse así! el otro sabrá. Además esto nos haría salir del tema de discusión y no me interesa.
La tercera respuesta: es incomprensible. ¿cómo que tiene parte de razón, en relación a qué? ¿cómo que tenemos que cambiar? o sea nos olvidamos del tema que estábamos hablando y nos vamos a…no sé dónde. Desde luego no se me ocurriría nunca decirle al otro: ni tenemos que cambiar, ni tienes que cambiar, ni tengo que cambiar.
La cuarta respuesta: respuesta bestia donde las haya. Quien la utilice lo mínimo que busca es que le partan la cara, y encima no por defender algo importante. Desde luego algo así no va a salir de mi boca en una discusión.
La quinta respuesta: esta es la única que tiene algo de sentido. Constata una hecho. Aunque tampoco creo que fuera la mía.
Mis respuesta (mis cuartas respuestas de hecho) serían: Si el tema de debate me interesa, volver a él, volviendo al ejemplo cotidiano, decirle, “no estás de acuerdo conmigo en qué y por qué” y si el tema no me interesa, no decir nada más.
Pues aquí lo tienes
Gracias Meri por tus apreciaciones.
Este post está sacado de un libro que se llama “Escuchar para ser” de Franz Jalics y en principio va orientado a la formación de seminaristas, pero a mi juicio es hombre de buen criterio y apunta ideas que merecen ser escuchadas (nunca mejor dicho)