No es la primera vez que os hablo de esta frase mágica…
Cuando tú dices/haces… yo siento… (tristeza, rabia, miedo…) porque esto me conecta con mi herida de… (rechazo, abandono, menosprecio, traición o injusticia) y con ello me doy cuenta de que necesito sentirme especialmente… (acogid@, querid@, valorad@, segur@ o cuidad@)
Pero hoy quisiera centrarme en la herida. Esa herida tan nuestra que muchas veces ni la reconocemos como propia. Esa herida de la infancia en la que casi nadie reparó, y que después de tantos años aún perdura en nosotros. Esa herida que se abre a sangrar ante cualquier resonancia que tan siquiera la roce.
Porque… la herida es nuestra, el otro tan sólo la roza, la toca, la despierta y posiblemente se sorprenda de nuestra exagerada, “extraña”, inusitada reacción. Y es que lo que nos marcó en nuestros primeros años de vida lo arrastramos de por vida.
Si vivimos una madre ausente o lejana, atareada fuera de casa, más interesada por otras cosas, o simple y llanamente con nula presencia, la falta de tacto y contacto nos puede llevar a tanto miedo a la soledad que nos convirtamos en seres hiper-dependientes (con todo el riesgo que eso conlleva) Confundimos entonces felicidad con necesidad.
Si de pequeños vivimos el rechazo, si fuimos la “oveja negra” y rebelde de la familia, será difícil para nosotros en el futuro construir sentimiento de pertenencia con otros grupos, sistemas, equipos o empresas, confundiendo en estos casos retirada, ego y aislamiento con felicidad.
Si fuimos víctimas del menosprecio sistemático, o del abuso continuado, a buen seguro que nos costará aceptarnos a nosotros mismos como dignos de amor, llegando incluso al extremo de poder confundir la imposición y la agresividad con la felicidad.
Si lo que nos domina es el sentimiento de traición, de “príncipe destronado”, de no ser queridos tal y como somos, sino por lo que hacemos, la necesidad de control y el ansia de perfeccionismo puede que nos resulte asfixiante. Porque controlar es lo opuesto a confiar, y sin confianza confundimos fidelidad (a lo conocido) con felicidad.
Y finalmente, si hemos vivido nuestra infancia como una gran injusticia, eso puede que nos deje mudos, inexpresivos, insensibles y aparentemente impasibles ante cualquier emoción, confundiendo anodina “normalidad” con felicidad.
Lo importante aquí es darnos cuenta de que, en muchas ocasiones nuestras reacciones “exageradas” y automáticas frente a cada uno de estos temas responden más a nuestra sensibilidad, que a la insensibilidad o mala intención de quien o quienes actualmente nos ofenden. Habrá pues que estar atentos a qué es nuestro, y qué es de nuestro interlocutor, para no cargar con culpas imperdonables lo que son “sólo” responsabilidades compartidas, a fin de que, dado el caso, podamos seguir caminando, entrenando juntos, esa tan preciada felicidad.
Photo by Michal Bar Haim on Unsplash
Guauuu Manuel. Qué terrible verdad. La he leído al despertar y me ha hechos saltar las lagrimas. Gracias por poner tan claras tantas verdades turbulentas.
Gracias a ti Gabriel por dar aliento a estos posts que salen directos de corazón a corazón.
Siempre atento a tus comentarios. Un gran abrazo.
¡Buenas Manuel!
Me lo he estado pensando bastante, si escribir algo sobre este artículo o no. Ante cuestiones de fe se podría hacer un debate racional en relación a argumentos que la sostengan, pero un comentario…porque sin duda sostener la existencia generalizada de una herida de la infancia ya es patrimonio de laa creencias, y además que ella determina nuestras reacciones, si esa fe te da respuestas, consuelo, ayuda, felicidad…
Por otra parte este entrenamiento para ser feliz, centrado en el pasado y en el yo ¿llena tu vacío? Excepto que el objetivo esté en llegar a un vacío total, en la creencia de que eso te hará feliz. Claro que la cuestión puede ser que esté en el concepto de felicidad y por tanto lo que haría falta es un diálogo
Y si después de tanto entrenamiento no has llegado a tu objetivo, siempre puedes explorar otros caminos
Independientemente del presupuesto de base, comparto contigo el último párrafo, cuántas veces descubrimos que nos habíamos equivocado al atribuir mala intención a lo dicho o hecho por otros.
Paz para ti Manuel
Paz y amor, querida Meri. Hahahah !!Cuanto me complace tu lectura!!
Pues sí, ya ves, yo entre muchos otros cree que casi todos sobrellevamos alguna herida de infancia que condiciona nuestro carácter.
Hasta Nietzsche y su superhombre acaban por admitirlo. A este respecto, muy recomendable la lectura de la novela “El día que Nietzsche lloró” de mi admirado Irvin D. Yalom
Ah! Por cierto, como dice nuestra común amiga Susanna, entrenar la felicidad es un fin en sí mismo, no pretende alcanzar nada más que saberse en el “buen camino” (hasta descubrir un nuevo norte)
Feliz camino Meri!!
Hola Manuel,
Ciertamente para mi lo importante de la felicidad está en el camino y no en la meta.
Vivir momentos buenos o menos buenos nos sucede a todos, pero debemos sacar una lectura positiva por mínima que sea. Buscar el aprendizaje de todo aquello que vivimos, y gozarlo.
Estoy segura que si nos lo proponemos viviremos en un presente terriblemente feliz.
Gracias por tanto aprendizaje y felicidad.
No puedo estar más de acuerdo. Saber que vamos por el buen camino (por el camino que nosotros libre y responsablemente hemos escogido) es el motor de toda felicidad.
Me ENCANTA eso de un presente terriblemente feliz. Brindo por ello!! Muchas gracias Susana.