Meditación y silencio
Hoy me apetece retomar un tema clave en mi desarrollo personal: el cultivo de la meditación y el silencio, dos compañeros de viaje que nunca me abandonan.
Aunque no lo parezca, en mi opinión ambos giran alrededor de nuestra gestión de la atención. Gran temazo, ya que nuestra atención atesora nuestra mayor fuente de amor y poder.
Empecemos pues por el principio. No es secreto de que hay hoy en el mundo una gran lucha por acaparar nuestra atención. A nadie se le escapa que atención es audiencia y audiencia es dinero, y muchos nos dejamos llevar en demasía por esa distracción.
Pero no, de ninguna manera es lo mismo llamar la atención que prestar atención, y en esa distinción la meditación resulta clave. Frente a la atracción por lo superfluo, lo que sobresale artificialmente desde fuera, está la concentración en lo esencial, en lo que nos emerge desde dentro.
En la meditación, entendida como experiencia de higiene mental, pasamos precisamente de la desconexión, la disociación, la distracción al despertar, al tomar verdadera conciencia de las emociones, de la situación, de los líos en los que voluntaria o involuntariamente nos metemos.
El propio ruido de nuestros pensamientos es el que ensordece nuestros sentimientos, porque presuponemos que en nuestro interior no hay misterio ni sorpresa alguna. ¿Cómo íbamos a ni tan siquiera a explorar eso si somos hijos del “Pienso luego existo”? Todo parece entendido o pendiente de entender, resuelto o pendiente de resolver, en ese frenético vivir “en el ático”.
Para meditar es necesaria no sólo la convicción inicial de que algo importante se está cociendo por debajo de nuestra cabeza, sino que no se trata de controlarlo ni reprimirlo, sino de confiar, reconocer y ver luego cómo gestionarlo.
Meditar no es más que ver lo que me pasa cuando acallamos la cháchara mental. Y es que no es lo mismo lo que vemos desde la superficie del mar que lo que se esconde debajo las olas.
Del silencio meditativo emerge tanto lo que no queremos ver, pero necesitamos no repetir, como lo que desconocemos y nos puede orientar precisamente en cómo transitarlo.
El silencio meditativo es ausencia de ruido aún en presencia de sonido. La crítica, la voz negativa que viene de nuestra identificación egoica se acalla, y sólo la conexión y compasión universal habla.
De ahí que se diga que orar es hablar con Dios, mientras que meditar es escucharle.
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Foto de Hans Vivek en Unsplash
¿Hijos del Pienso luego existo? Las ideologías, en cuanto sistema cerrado que niegan la realidad, lo son, porque ¿qué es sino esa afirmación de Descartes sino dudar de todo y sólo afirmar su propia existencia porque piensa y sólo cuando piensa?, pero no me he topado nunca con nadie que viva dando por cierta dicha aseveración. Por muy fan de Descartes que sea alguien, en la vida cotidiana no ponemos en cuestión la existencia de una realidad ajena a nosotros, nuestra existencia y la de aquellos con los que nos cruzamos, y por fortuna, tampoco de los coches que nos pueden hacer daño si decidimos cruzar la Gran Vía en rojo.
En mi opinión el pensar (o creer que estamos pensando/razonando) ocupa demasiado espacio. Atender lo que sentimos, lo que intuimos, lo que sabemos es muy importante, posiblemente más importante que lo que mentalmente justificamos.
Ahí estoy con Santo Tomás: Una cos aes lo que uno quiere, otra lo que uno cree que debería hacer y otra, otra distinta, lo que uno sabe que hay que hacer.